Por Sara Rafsky
Cuando el periodista mexicano Javier Valdez Cárdenas llegó a la ciudad de Nueva York en noviembre de 2011 para aceptar el Premio Internacional de la Libertad de Prensa del CPJ, él y el personal de su semanario ya habían sido víctima de un ataque con granada contra la sede de la publicación, Ríodoce. Unas semanas luego de recibir el premio, ellos fueron objeto de un ataque de denegación de servicio que mantuvo cerrado el sitio web de la publicación durante días. Las amenazas de muerte contra Javier, en represalia por su trabajo periodístico sobre el crimen organizado y la corrupción, continuaron hasta su brutal asesinato, ocurrido hoy en Culiacán, su ciudad, pero él se había negado a vivir en el exilio o a vivir una vida sin periodismo. “Morir”, declaró en entrevista con el CPJ, “sería dejar de escribir”.
En medio de un período particularmente sangriento y trágico para la prensa mexicana, ahora los periodistas deben soportar la pérdida de uno de los más valientes y queridos representantes de su resistente gremio. Javier combinaba la tenacidad del reportero más experimentado con el alma elegíaca de un poeta romántico del siglo XIX. Informando desde el peligroso estado de Sinaloa, la tierra del notorio Cartel de Sinaloa de Joaquín “El Chapo” Guzmán, Javier representaba a una generación de periodistas que en el último decenio habían descubierto que, de pronto, se habían convertido en corresponsales de guerra en sus propias regiones. Informar sobre una historia que, según escribió Javier en su discurso de aceptación del premio del CPJ, lo había convertido a él y a sus conciudadanos en los “homicidas de nuestro propio futuro”, era un deber que asumía profundamente, y aseguraba que no se amedrentara ante las constantes amenazas.
Y de alguna manera, en medio de tanto derramamiento de sangre, su pluma había encontrado una manera de descubrir el sentido de lo absurdo. En noviembre de 2011, cuando yo era investigadora del programa de las Américas del CPJ, tuve el honor, primero de traducir su discurso de aceptación y luego de interpretar el discurso en vivo con él en el escenario de un salón del hotel Waldorf Astoria, e incluso en los ensayos yo no podía llegar al final del discurso sin irrumpir en lágrimas. Luego de lamentarse de una generación mexicana futura cuyo “ADN está tatuado de balas y fusiles y sangre”, él escribió que, aunque su “alma enjuta” solamente había encontrado refugio en las palabras, los premios de libertad de prensa representaban un “faro al otro lado de la tormenta, un puerto seguro más allá de la tempestad” donde él se podía sentir “menos solo”.
Dos días después, él y su esposa, Griselda, celebraron su primer Día de Acción de Gracias con mi familia, en Brooklyn. Él se sentó en la silla del invitado de honor, a la cabeza de una mesa con 30 desconocidos, y consumió con gusto el pavo y el relleno; y dejó encantada a mi abuela de 92 años de edad con su humor, pese a que ninguno hablaba el idioma del otro. Cuando llegó el momento de la tradición anual de que cada persona compartiera las razones por las que estaba agradecida, Javier, elocuente hasta en la improvisación, explicó a mi familia lo feliz que se sentía de estar vivo y su voluntad de “seguir respirando”, como había afirmado en una entrevista anterior, cuando tantos de sus colegas habían muerto. (En la época, el CPJ había documentado los casos de por lo menos 27 periodistas mexicanos que habían sido asesinados en represalia por su trabajo periodístico. Ahora ya son por lo menos 40 casos, y decenas de otros están desaparecidos o han sido asesinados en circunstancias menos claras).
Al final de la noche, fui caminando con Javier y Griselda hasta el Paseo de Brooklyn Heights, donde ellos quedaron maravillados por las vistas de la ciudad y chillaron de regocijo cuando se dieron cuenta de que el tren subterráneo que los había llevado hasta allá desde Manhattan, los había llevado por debajo del río. Era una noche helada, por lo menos en comparación con las de Sinaloa, pero a pesar de estar temblando, Javier parecía reacio a irse. Por último, me abrazó antes de voltearse una vez más para ver la vista de Manhattan, que resplandecía sobre el río como miles de diminutos faros. Entonces se dio media vuelta, tomó a su esposa por el brazo, y se alejó caminando.