Tenemos leyes e instituciones para luchar contra intentos de controlar información
Por David Kaye
Nosotros, la increíblemente original novela del escritor ruso Yevgeny Zamyatin, publicada en la década de 1920, se lee mucho menos que los clásicos en idioma inglés descendientes de ella: Un mundo feliz y 1984. Sin embargo, George Orwell conoció la obra de Zamyatin y claramente se inspiró en ella para crear 1984. El homenaje es obvio: un héroe solitario tiene dificultades para definirse en relación con la sociedad; un Estado y su misterioso líder que parece más propio de un culto, controlan la privacidad, la información y el pensamiento; se prohíbe el amor y se rechaza categóricamente la libertad; la violencia y la brutalidad del poder acechan bajo la superficie de una sociedad aparentemente limpia y mecanizada; se redefinen las palabras comunes y la propaganda es omnipresente en la vida cotidiana; y, en total, se rechaza la realidad en favor de los mitos y las mentiras.
En la primera página de Nosotros, que se desarrolla a cientos de años en un futuro distópico, el héroe, llamado D-503, anota en su libreta una proclamación hallada en la Gaceta del Estado Único sobre la construcción de una gran nave espacial. La proclamación anuncia que la nave pronto “recorrerá el espacio cósmico” para “subyugar a los seres desconocidos de otros planetas, quienes todavía pudieran vivir en las condiciones primitivas de la libertad, al bienaventurado yugo de la razón”. La proclamación continúa: “Si ellos no pueden comprender que les llevamos felicidad matemáticamente infalible, será nuestro deber obligarlos a ser felices”.
“Pero antes de recurrir a las armas”, agrega magnánimamente la proclamación, “debemos probar con el poder de las palabras”.
D-503 reconoce poco a poco que la realidad varía de la palabra del gobernante Estado Único, cuyos planes para la subyugación extraplanetaria reflejan lo que ya ha logrado en la Tierra. Él llega a resistir la teología del Estado Único que sostiene el rechazo de la libertad, y la novela hace extrapolaciones de lo que era, para Zamyatin, los abusos contemporáneos del inicio del régimen bolchevique, para establecer una conexión directa entre el control de la información y la eliminación de la privacidad y los principios fundamentales de la libertad política.
Aunque la obra fue escrita hace casi un siglo y se desarrolla en el futuro, varios siglos después su conflicto esencial parece particularmente oportuno: el 2016 nos dio reiteradas oportunidades de reflejar en las ideas esenciales de la libertad rechazadas por varios Estados. Ello no equivale a decir que el comportamiento de algún Gobierno en específico en 2016 reflejó el totalitarismo obsesivo del Estado Único, pero los temas de la novela no podrían ser más pertinentes a nuestra situación actual, en la cual Gobiernos y actores no estatales reiteradamente frenan, suspenden o interrumpen completamente la circulación de la información, redefinen el lenguaje en detrimento de la verificación periodística de los hechos y atacan a los responsables de mantenernos informados y aptos para participar en debates sobre asuntos de gran interés público.
Tal como lo demuestra esta edición de Ataques contra la prensa, Gobiernos de todo el mundo amenazan el flujo informativo, ya sea mediante restricciones a la Internet, ataques físicos y acoso, el abuso de los procesos legales o la promulgación de normas legales excesivamente amplias. Esas acciones descansan en las mismas premisas de poder e inseguridad que dominaban el Estado Único: si las personas reciben las herramientas para averiguar la verdad (o una verdad) por sí mismos, el poder gubernamental se debilitará. Mientras más corrupta y ambiciosa sea la pretensión del poder, mayor será el incentivo de las personas con autoridad para limitar el debate público y el acceso a la información.
Pocos dudan de que tales tendencias autoritarias estén en auge, lo cual trae como resultado ataques directos contra el ejercicio del periodismo. Pero, a diferencia del mundo de Zamyatin, contamos con una red de protecciones jurídicas internacionales que garantizan el derecho de buscar, recibir y difundir información e ideas de toda clase, sin distinción de fronteras y por cualquier medio, entre ellas el Artículo 19 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Los Estados tienen la autoridad de restringir tales derechos solamente cuando las restricciones estén fijadas expresamente por la ley y cuando se consideren necesarias y proporcionales para alcanzar un objetivo legítimo. Sin embargo, dentro de este marco jurídico y las instituciones concebidas para protegerlo, decenas de categorías dan motivo de alarma o incluso pánico (que es como se recibió mi informe de octubre de 2016 dirigido a la Asamblea General de la ONU).
A continuación se enumeran las cinco categorías más notables que están teniendo un impacto directo sobre el periodismo y los periodistas:
La censura tradicional
La censura tradicional goza de buena salud alrededor del mundo. Algunos Gobiernos promueven teorías de por qué sus ciudadanos no pueden tener acceso a la información, como por ejemplo las basadas en la moral o el orden público, lo cual trae como resultado herramientas tan tristemente famosas como el Gran Cortafuegos en China, diseñado para limitarles la información de Internet a los ciudadanos chinos. Otros Gobiernos intervienen los servicios de Internet y telecomunicaciones, a menudo sin explicación, usualmente durante protestas públicas o elecciones; apagan redes enteras, bloquean o frenan la velocidad de sitios web y plataformas; y suspenden las telecomunicaciones y el servicio móvil. Access Now documentó más de 50 desconexiones en 2016, aunque sospecho que la cifra sea incluso mayor.
Fuera del espacio digital, otros Gobiernos requieren que se narren una y otra vez mitos específicos en los medios y en los libros de texto educativos. Las leyes de algunos Estados imponen la aplicación de narrativas oficiales al penalizar violaciones de la solidaridad pública o la “desinformación” o las “noticias falsas”. Si bien el problema indudablemente se exacerba por los fracasos de los buscadores de Internet y los medios sociales a la hora de lidiar con aquéllos que manipulan sus sistemas, me temo que los antiguos problemas de la propaganda y lo que muchos en Estados Unidos llaman “noticias falsas” podrían traer como consecuencia exactamente el tipo de restricciones que oprimen a los individuos en los regímenes autoritarios.
Existen otras formas más blandas de censura en sociedades democráticas, las cuales implican la presión a adherirse a las narrativas gubernamentales. Los ataques de Donald Trump contra los periodistas son notables en este respecto, y son motivos serios de alarma. En Japón, hallé que una diversidad de factores –la presión gubernamental, la concentración de los medios, la tradición de periodismo de acceso y la falta de solidaridad periodística– se combinan para establecer normas de censura y autocensura.
Terrorismo
Una de las más graves amenazas contra la libre expresión en la actualidad radica en la realidad del terrorismo y las amenazas contra la seguridad nacional. Nadie debe dudar de que los Estados tienen la obligación de proteger la vida de sus ciudadanos contra grupos tales como el Estado Islámico y otras organizaciones terroristas. Sin embargo, los Estados con frecuencia recurren al antiterrorismo, la lucha contra el extremismo y la seguridad nacional como bases amplias para limitar la circulación de información. Turquía se ha convertido en uno de los principales representantes de tal enfoque respecto a los ataques contra los medios. Por supuesto, la incitación genuina, el reclutamiento demostrado de terroristas y la supresión de legítimos secretos pueden ser todos tratados mediante mecanismos legales, entre ellos el ámbito penal. Pero vemos mucho más que eso. La dependencia de la lucha antiterrorismo sirve como una amplia excusa para frenar o cerrar a los medios y justificar la detención de periodistas, blogueros y otros. Mis colegas de los sistemas Europeo, Interamericano y Africano y yo abordamos esta problemática en nuestra declaración conjunta anual de 2016 porque es uno de los temas predominantes de las restricciones a escala global. En el texto de esa declaración, expresamos alarma por lo que describimos como:
…la proliferación en los sistemas jurídicos nacionales de delitos amplios y poco claros que penalizan la expresión al hacer referencia a [contrarrestar y prevenir el extremismo violento], como por ejemplo “delitos contra la cohesión social”, “la justificación del extremismo”, “la agitación de la animosidad social”, “la propaganda de la superioridad religiosa”, “acusaciones de extremismo contra funcionarios públicos”, “prestación de servicios de información a los extremistas”, “vandalismo”, “apoyo material al terrorismo”, “la glorificación del terrorismo” y “la apología del terrorismo”.
También enfatizamos la importancia de la adherencia a la normativa sobre los derechos humanos:
Los Estados no deben restringir la cobertura informativa sobre los actos, las amenazas o la promoción del terrorismo y otras actividades violentas, a menos que la propia cobertura informativa tenga por objetivo incitar a la violencia inminente, que sea probable que incite a tal violencia y que exista un vínculo directo e inmediato entre la cobertura informativa y la probabilidad o la existencia de tal violencia. Los Estados también deben, en este contexto, respetar el derecho de los periodistas a no revelar la identidad de sus fuentes informativas confidenciales y a actuar como observadores independientes en lugar de testigos. No se debe restringir la crítica de organizaciones políticas, ideológicas o religiosas, ni de tradiciones y prácticas étnicas o religiosas, a menos que ello implique la promoción del odio que constituya incitación a la hostilidad, la violencia y/o la discriminación.
Restricciones legales
Los Estados están adoptando prohibiciones legales que están concebidas para eliminar la crítica. Algunos Estados sancionan la “propaganda contra el Estado” o el “desacato” a la dirigencia del Estado. Otros penalizan la sedición, y escogen como blanco a aquéllos que critican al Estado o a sus líderes, como por ejemplo el caricaturista malasio Zunar, quien enfrenta la posibilidad de ser condenado a decenas de años en prisión, y quien en la actualidad enfrenta la prohibición de viajar como resultado de caricaturas en las que ataca al primer ministro Najib Razak. Con frecuencia, se castiga a los críticos por motivos de alteración del orden público o con fundamento en los llamados delitos de lesa majestad o en demandas por difamación penales o civiles.
Los Gobiernos presionan cada vez más a las plataformas de Internet para que retiren contenido crítico, entre otras cosas. Twitter, como otras importantes plataformas de Internet, publica un informe de transparencia periódico que subraya el extremo hasta el cual los Estados solicitan el retiro de contenidos. Algunos contenidos se pueden retirar de manera legítima por motivos de incitación a la violencia o de difamación genuinamente procesable. Esos retiros de contenido siempre deben requerir la mediación de las autoridades judiciales, pero a menudo no sucede.
Vigilancia
En Nosotros, los “números” (es decir, los ciudadanos) viven en apartamentos de vidrio y se les da una hora al día para cerrar las cortinas y disfrutar del tiempo personal. Hoy, vemos un aumento marcado de la vigilancia que no se basa en la sospecha razonable de que se comete un acto criminal, y que no está autorizado por el Estado de derecho. Vemos por lo menos dos otras formas de vigilancia que socavan la confianza que podemos tener en nuestras comunicaciones, nuestra historia de navegación en la Internet, nuestras asociaciones, nuestras fuentes y nuestra investigación, etc.
En 2013, Edward Snowden de manera notoria divulgó los abusos de vigilancia masiva cometidos por Estados Unidos y el Reino Unido. En el último año, Francia, el Reino Unido e incluso Alemania –otrora abanderada de políticas que limitan estrictamente los poderes de espionaje del Estado– han valorado o adoptado nuevas e intrusivas medidas de vigilancia. En el caso de Alemania, las leyes no les otorgaron garantías a los periodistas. El Gobierno estadounidense ha promovido formas problemáticas de monitoreo de los medios sociales en los puestos fronterizos, con graves consecuencias potenciales para los periodistas extranjeros.
Pero ellos no están solos. La ley Yarovaya de Rusia, la ley de ciberseguridad de China y la Ley de Prevención de Delitos Electrónicos de Pakistán, todas adoptadas este año, imponen la vigilancia de las comunicaciones que transiten por sus plataformas. En el contexto de tales medidas, los Estados también están lanzando una ofensiva contra las herramientas que les pueden proporcionar a los individuos un mínimo de privacidad, como por ejemplo la encriptación y el anonimato diseñados para proteger a los periodistas, los activistas, las minorías, los disidentes y otros. Cada vez más, los Estados intentan limitar la disponibilidad de tales herramientas precisamente porque interfieren con la vigilancia.
Por otra parte, Estados que podrían no tener tales ventajas técnicas, han podido comprar software en el mercado abierto para llevar a cabo la vigilancia selectiva de activistas, periodistas y ciudadanos comunes. Para dar un ejemplo, presenté un escrito de amicus curiae en respaldo a la posición de la Electronic Frontier Foundation, que está demandando al Gobierno de Etiopía a nombre de un activista etíopeamericano cuya computadora en el estado estadounidense de Maryland fue infectada con malware y vigilada durante casi seis meses por el Gobierno etíope.
Distorsión digital
Desde una perspectiva normativa, nos encontramos en una etapa temprana de pensar sobre los derechos humanos en la era digital, pero incluso así, actores privados poseen y controlan lo que muchos de nosotros consideramos espacios públicos. Ellos tienen cientos de millones de usuarios individuales –o en el caso de Google y Facebook, miles de millones–. Ellos se enorgullecen de eso, como deben hacerlo. Ellos dirigen empresas y ganan un montón de dinero y crean un montón de empleos.
Ellos también administran las manifestaciones de la expresión: retiran contenido, median lo que es permisible, deciden la información que podríamos ver. Todo es sumamente opaco, oculto por algoritmos patentados e intervenciones humanas inciertas. Por otro lado, también tienen términos de servicio que usualmente no han sido redactados para promover las normas de los derechos humanos. Quizás ello sea aceptable, dado que obviamente se tratan de empresas privadas. Pero cuando la información y el acceso requieren la suscripción a estos gigantes de los medios sociales, ¿hasta qué punto se pueden esconder tras la fachada de empresa privada? ¿Hasta qué punto el sector privado tiene la obligación de responsabilidad de asegurar el acceso no simplemente a la información, sino a información imparcial y no distorsionada? ¿La ley es un enfoque que hace más bien que mal? Creo que existen razones para la preocupación y para el monitoreo, porque lo que cada vez vemos más son jardines amurallados, donde las personas obtienen solamente la información que la plataforma permite.
Como se observó, estamos viendo varios ecos de las novelas distópicas con preocupaciones políticas del pasado en el rechazo de la descripción o la discusión sobre la realidad. Y empeorará a menos que le demos un nombre al problema, nos organicemos para resistirlo, y en última instancia utilicemos las herramientas proporcionadas por la normativa de derechos humanos a nivel nacional, regional e internacional con el fin de enfrentarlo.
En Nosotros, Zamyatin se burla de “uno de los absurdos prejuicios de los antiguos: la idea de ‘derechos'”. Esto es lo que él dice, y ello es a la vez una visión lúcida de la retórica de los poderosos y de la necesidad de resistir contra ella:
…supongamos que se aplica una gota de ácido a la idea de ‘derechos’. Incluso entre los antiguos, los más maduros entre ellos sabían que la fuente del derecho es el poder, que el derecho está en función del poder. Y así, tenemos la balanza: de un lado, un gramo; del otro, una tonelada; de un lado, ‘Yo’; del otro, ‘Nosotros’, el Estado Único. ¿No está claro, entonces, que asumir que el ‘Yo’ pueda tener algunos ‘derechos’ en relación con el Estado es exactamente como asumir que un gramo pueda equilibrar la balanza contra la tonelada? De ahí, la división: derechos a la tonelada, deberes al gramo. Y el camino natural de la insignificancia a la grandeza es olvidar que eres un gramo y en cambio sentirte que eres la millonésima parte de una tonelada.
El año 2016 debe proporcionarnos una nueva oportunidad de recordar que nosotros aún tenemos las herramientas para defendernos no como gramos que habrán de pesarse contra el tonelaje del Estado. Necesitamos proteger y reformar las instituciones que tenemos, para asegurar que ellas funcionen para proteger los derechos, que nosotros nos desplacemos a un lugar donde podamos celebrar y criticar el mundo como es, no como nuestros líderes quieran que lo veamos. De eso se trata el ejercicio del periodismo.
David Kaye es el relator especial de la ONU sobre la promoción y protección del derecho a la libertad de opinión y expresión. Es profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de California, Irvine, donde enseña derecho internacional de los derechos humanos y derecho humanitario, y dirige una clínica jurídica en justicia internacional.