Reescribir la propia historia, cuando esta es tan dolorosa, es a veces como un suicidio. Los sicólogos sustentan que es un proceso de duelo que sirve para cerrar capítulos nefastos en la vida. A las víctimas nos lo repiten una y otra vez, y creo que serviría y sería útil para seguir adelante si dicho proceso estuviera acompañado de justicia.
Mis últimos 15 años y seis meses han sido una mezcla de obstinación, dolor, rabia, amor infinito por mi trabajo y desesperanza. He tratado de tener una paciencia enorme y una voluntad a toda prueba desde ese 25 de mayo del 2000, cuando me secuestraron en la puerta de la cárcel La Modelo de Bogotá. Paciencia para reconocerme primero como víctima, luego como sobreviviente y después identificarme como una activista que defiende los derechos de las mujeres. Paciencia para ver cómo mi caso se ha quedado enredado en las telarañas del olvido y paciencia hasta para reunir fuerza todos los días con el ánimo de no desfallecer y seguir trabajando, de seguir viviendo.
En el 2010 publiqué el libro ‘Te hablo desde la Prisión’, con una recopilación pequeña de historias de hombres y mujeres que pagan sus penas en las cárceles colombianas. Allí hay un aparte de mi propia historia. Decidí incluirla porque me secuestraron en la puerta de una prisión y porque ese día perdí quizá la libertad más preciada: la de soñar.
Para esa época era una joven redactora judicial, una periodista que quería tragarse el mundo. Me daba lo mismo dormir dos horas o comer una sola vez al día, con tal de tener tiempo para recorrer los pisos fríos del complejo judicial de Paloquemao, donde llegaban todas las noticias de hechos criminales de Bogotá, o entrar a la infernal cárcel La Modelo para buscar historias y publicarlas en las páginas del diario El Espectador.
A inicios del siglo XXI, cuando ocurrieron los hechos, esta prisión era una de las más peligrosas del mundo. Su hacinamiento llegaba al 197 por ciento. Los presos dormían uno encima de otro y desde allí se manejaban las grandes empresas de delito del país: tráfico de armas, secuestro, desaparición forzada, narcotráfico y extorsión.
En medio de esas visitas, además del drama humano, me estrellé de frente con esa realidad corrupta e indiscriminada del tráfico de armas y el secuestro. Una gran red criminal direccionada desde la cárcel, pero con el auspicio de altos personajes de la Fuerza Pública (Policía y Ejército). En ese momento no tenía ni idea de eso. Hoy que lo tengo claro no hay espacio para arrepentirme de lo que no debí hacer. O mejor, de lo que nunca debí investigar. Pero no hay tiempo para echar el reloj hacia atrás.
Mientras creía que mis historias estaban cambiando el mundo, los criminales que me secuestraron fraguaban el plan para callarme. Mi osadía de meterme en esa maraña criminal me costó casi la vida y me dejó una herida profunda que hoy 15 años después no cierra.
Los periodistas siempre escribimos las historias de los demás, por eso es imposible escribir la propia. Un día me preguntaron en una entrevista qué se sentía ser violada y si podía relatarlo. Entonces decidí escribirlo, volviendo a mi dolor y mi tragedia sin convertirlo en un episodio amarillista. El problema es que quienes hacemos periodismo creemos que no tenemos derecho a sentir.
Mi reportería en la cárcel me llevó a descubrir la red de tráfico de armas más grande del país. Era un emporio inimaginable, pero al mismo tiempo me encontraba con dramas terribles de mujeres desplazadas, compañeras sentimentales de paramilitares y guerrilleros, o simples visitantes del penal que eran abusadas sexualmente.
El tema, para mí, era simplemente un delito más que se cometía dentro del conflicto armado o producto de la descomposición del país y tengo que confesar que ni siquiera me detenía a examinarlo, porque a pesar de que lo registraba superficialmente en los artículos, estaba muy lejano de mi cotidianidad.
Pero ese trabajo periodístico me salió costoso y me cobraron el haber tocado a quien no debía. Esa mañana de mayo llegué a la puerta de la cárcel La Modelo de Bogotá en busca de una entrevista con un paramilitar y terminé drogada, amordazada y en la parte trasera de una camioneta rumbo al infierno.
Al principio no entendía nada de lo que ocurría. Pensaba que por orden de Carlos Castaño, jefe máximo de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) me iban a preguntar por qué estaba publicando tantas notas en su contra, o por qué había dejado al descubierto esa red de tráfico de armas que tenían dentro del penal, en complicidad con algunas personas de la Policía Nacional y del Instituto Nacional de Prisiones.
Especulaba, en un torbellino de pensamientos e ideas sobre lo que ocurría, mientras me ahogaba en mi propio vómito: estaba mareada y cuando supliqué que me dejaran vomitar, me pusieron una cinta adhesiva en la boca. Luego, cuando intenté quitarme la venda que tenía en los ojos, la respuesta fue un punta pie en la cara.
Hasta ese momento creí que se trataba solo de una golpiza como advertencia y que pronto se acabaría y podría respirar. Pero la camioneta se detuvo en un campo abierto donde había muchos hombres.
Pasaron algunos minutos y de nuevo el sujeto que me había apuntado con una pistola en la puerta de la cárcel, el que me había dado la patada en el rostro y me había arrancado mechones de cabello mientras me zarandeaba la cabeza, había vuelto. Por enésima vez puso su pistola sobre mi sien, la cargó y luego de golpearme me obligó a abrir los ojos lo más grande que pudiera: “míreme bien la cara hijueputa; míremela porque no se le va a olvidar nunca”. Esa fue su sentencia y luego vino la ejecución.
Sentí un frío helado por todo el cuerpo y el miedo se me sembró en el pecho. Intenté de todas las maneras posibles evitar que me quitara el pantalón y la ropa interior. Traté de reunir todas las fuerzas posibles para que no me tocara ni se acercara a mi cuerpo, pero sus otros compinches llegaron para acabarme de hundir en la humillación. Tenía apenas 26 años y la vida deshecha por tres criminales. Casi me parten el brazo izquierdo y me dejaron un hematoma desde la punta de los dedos hasta la clavícula. Algunas horas después de las torturas, los golpes y el ultraje me abandonaron en una carretera, en la vía a Puerto López (Meta), a tres horas de Bogotá.
Solo tenía ganas de morirme.
Después de recibir el auxilio de un taxista y ser trasladada a una clínica volví a la realidad, a la desgraciada realidad que me esperaba y mientras me practicaban el examen de Medicina Legal, que viene siendo una segunda violación, me cuestionaba si la culpa había sido mía. Desafortunadamente así pensamos en un primer momento las mujeres violadas. ¿Me puse la blusa que no era? ¿Fue por la falda? ¿Mi ropa dejaba ver más de lo debido? Me tomó muchos meses saber que no era ninguna de esas preguntas. Me tomó mucho tiempo para dejar de sentirme sucia y muchos años para permitir que un hombre me volviera a tocar. Una violación no es un puño o un golpe, es un delito que nos destroza la vida.
La segunda parte de la pesadilla vino después de reencontrarme con mi realidad: el suicidio o el exilio. Yo elegí seguir haciendo periodismo en Colombia.
Aún no comprendo de dónde salió la fuerza para regresar a la redacción, a mis apuntes y a mi grabadora. Lo que sí tengo claro es qué la motivó. Definitivamente mi trabajo como reportera, mi oficio de reportera y el amor por mi profesión fue más grande que el dolor del cuerpo y del alma.
No es fácil volver a escribir sobre el conflicto armado cuando sabes que parte de tu historia está, todos los días, en las historias de los protagonistas de tus crónicas. Casi que temerariamente regresé a la primera línea del fuego para escribir sobre el conflicto colombiano. Por años documenté la confrontación entre paramilitares, guerrillas y Fuerzas Militares. Pude ser testigo privilegiado de lo que se vivía en el campo de batalla. Conocí el color, olor y el sadismo de la guerra… y decidí guardar en un cajón todo lo que me había pasado. Pero siempre estaba ahí. Marcando y modificando mi vida sin piedad.
Solo hasta el 2009, cuando la ONG británica OXFAM me invitó a que fuera la voz del primer informe sobre violencia sexual que se hacía en Colombia y que ellos apoyarían, fue que comprendí que era necesario hablar, pero sobre todo reconocer que yo también hacía parte de los millones de víctimas que la guerra había dejado en Colombia.
El proceso no fue fácil. En los tres años siguientes el hablar me llevó a una profunda depresión que me hizo pensar por segunda vez en el suicidio. Mi vida otra vez se desmoronaba, mientras mi llamado a las mujeres cobraba fuerza y se convertía en todo un movimiento.
Hoy no sé si es el precio de sobrevivir. O tal vez la responsabilidad de tener una segunda oportunidad en la vida. Y he decidido asumirlo así: una misión que se desprende de la responsabilidad de seguir viviendo. Este largo camino me ha llevado a muchos lugares del mundo donde he podido verme en los ojos de otras sobrevivientes como yo. Tenemos nuestros cuerpos y nuestras vidas marcadas por la barbarie de unos hombres. Pero también la gran tarea de evitar que a otras mujeres les pase lo mismo.
Mi voz ya no está sola, se convirtió en un grito al que bauticé No Es Hora De Callar (Its Not Time To Be Silent). Es la campaña, mi campaña, que me convirtió en activista y que me ha llevado a poder mezclar el periodismo y la defensa de los derechos humanos.
Mi vida sigue amenazada, mi caso continúa en la impunidad y no sé hasta cuando, quienes me hicieron daño 15 años atrás me dejen vivir, porque hoy ellos siguen libres sin recibir castigo. Pero sé que a pesar de que ya no esté, por cualquier circunstancia, mi voz no se apagará, mi reclamo no se extinguirá, porque ahora está en las voces y las vidas de miles de mujeres como yo.
Mi lucha llevo a que el presidente de Colombia Juan Manuel Santos declarara el 25 de mayo, fecha de mi secuestro, como el Día Nacional por la Dignidad de las Mujeres Víctimas de Violencia Sexual. Esa es una respuesta a los interrogantes del ¿por qué me pasó a mí? Ahora ya no hay tiempo para preguntas. Es el tiempo de la acción. Y nuestras palabras, nuestras letras, nuestra voluntad pueden prevenir que se vulnere la libertad de expresión, que se viole a más mujeres, que se silencie a quienes son la voz de otros.
El más profundo dolor me llevó a entender que mi fuerza estaba en las palabras, y que las palabras que escribía a través de mis investigaciones eran las que me habían salvado porque le habían dado sentido a mi vida. A quienes lean este escrito hoy, les quiero decir que sus palabras pueden transformar la vida de otras personas. Que las palabras sí pueden cambiar al mundo. Y que los periodistas tenemos una inmensa responsabilidad en ese cambio. Nuestras palabras pueden avivar una lucha o sepultar por siempre el cambio.
Jineth Bedoya Lima es subeditora del periódico El Tiempo.