En tres años, siete reporteros han desaparecido en México. La mayoría investigaba vínculos entre funcionarios públicos y narcotraficantes. ¿Existe un cambio de estrategia por parte de los grupos criminales o estamos en presencia de un nuevo tipo de victimario?
VILLAHERMOSA, Tabasco, México
A las 8 de la noche del 20 de enero de 2007, Rodolfo Rincón Taracena guardó la versión final de su nota sobre una banda criminal que atacaba a clientes de cajeros automáticos en Villahermosa, capital del estado de Tabasco, en el sureste mexicano. El reportero de la fuente de justicia, fumador empedernido, de 54 años de edad, atendió una llamada y se dirigió a la salida, no sin antes comentarle al jefe de información de Tabasco Hoy, el diario de mayor circulación en el estado, que uno de sus informantes pasaría a recogerlo. Le indicó que regresaría al día siguiente, pero nunca más volvió.
Rincón es uno de los siete reporteros mexicanos desaparecidos desde 2005. Es una cifra casi sin precedentes en los 27 años de historia del Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ por sus siglas en inglés). Entre los desaparecidos figuran varios reporteros jóvenes y agresivos, algunos veteranos con experiencia, el propietario de una edición quincenal y un equipo de trabajo de una importante televisora. Sólo en Rusia se ha registrado un índice comparable de desapariciones. A mediados de los ’90, siete reporteros que cubrían la guerra insurgente en la república de Chechenia desaparecieron en ese país.
México ya es considerado uno de los países más peligrosos para periodistas en el mundo. Veintiún reporteros han sido asesinados desde el año 2000, al menos siete de ellos en represalia directa por su trabajo. El aumento del número de periodistas desaparecidos es un claro ejemplo de que los peligros que enfrenta la prensa mexicana han sufrido un cambio importante. Durante gran parte de esta década, los periodistas en México eran baleados a plena luz del día en calles céntricas o sus cuerpos aparecían en plazas públicas. Existe la presunción de que narcotraficantes y crimen organizado son responsables de la mayoría de estas ejecuciones y que su mensaje para la prensa ha sido claro: Cuídense.
Según los analistas, el aumento en las desapariciones implica un cambio de táctica del crimen organizado o bien, y esto es aún más probable, que hay un nuevo tipo de victimario al acecho. Familiares y colegas de varias de las víctimas indicaron en entrevistas con el CPJ que hay funcionarios públicos locales involucrados en las desapariciones. En al menos cinco de estos casos, el CPJ encontró que los reporteros desaparecidos investigaron relaciones entre funcionarios de gobiernos locales y el crimen organizado en las semanas previas a su desaparición. Entre ellos se destaca el reportero Alfredo Jiménez Mota, quien publicó importantes reportajes sobre redes de corrupción entre traficantes, la policía, ministerios públicos locales y funcionarios gubernamentales en la norteña ciudad de Hermosillo.
Aún cuando las desapariciones ocurrieron en diferentes rincones del país, todas se registraron en los corredores por los que se trafican miles de millones de dólares en drogas hacia los Estados Unidos. En estas regiones, la corrupción ha penetrado todos los niveles de la sociedad. En el caso del desaparecido equipo de dos personas de TV Azteca, el reportero Gamaliel López Candanosa fue acusado públicamente de tener lazos con narcotraficantes locales, una acusación que la televisora desmintió. Cualquiera que sea el motivo, el camarógrafo Gerardo Paredes Pérez, designado para cubrir la nota a último momento, parece haber sido una víctima involuntaria.
Las siete desapariciones siguen sin resolverse y no existe ninguna pista firme. Inicialmente bajo control de la policía local, la mayoría de los casos fue investigada en forma deficiente durante las primeras y cruciales horas de la pesquisa, según pudo saber el CPJ. Por ejemplo, en el caso de José Antonio García Apac, editor en el estado de Michoacán, era ampliamente conocido que había reunido información sobre una lista de funcionarios supuestamente corruptos antes de su desaparición, pero la policía local no investigó ese indicio. Tres de los siete casos están ahora bajo la supervisión de las delegaciones estatales de la Procuraduría General de la República (PGR). Autoridades radicadas en la Ciudad de México sólo investigan uno de los casos.
Las familias de los periodistas viven en un limbo emocional y legal ante la imposibilidad de enterrar a sus seres queridos, atrapados en litigios de sucesiones e incapaces de continuar con sus vidas. Sus colegas le han bajado al tono a sus investigaciones o directamente las han abandonado a medida que los casos se enfrían y el miedo los contagia. Los casos incluyen la desaparición de los reporteros Mauricio Estrada Zamora y Rafael Ortiz Martínez, quienes fueron levantados después de publicar reportajes sobre la delincuencia y la corrupción.
En una reunión con el CPJ en junio, el Presidente Felipe Calderón prometió apoyar un proyecto de ley que convertiría en delito federal todos los crímenes contra la libertad de expresión. Se espera que el Congreso someta a debate dichas medidas durante el período de sesiones ordinarias. El CPJ envió recomendaciones específicas, entre otras que los casos de periodistas desaparecidos sean supervisados por investigadores federales.
“La primera fuente de inseguridad para los periodistas es, sin duda, la delincuencia organizada y la segunda es el gobierno”, señaló el diputado federal Gerardo Priego Tapia, que encabeza la Comisión Especial para dar Seguimiento a las Agresiones a Periodistas y Medios de Comunicación del Congreso y que apoya la federalización de dichos delitos. “Pero el peor escenario para los periodistas es cuando se asocian la delincuencia organizada y el gobierno. Y en muchas partes del país están ligados”.
Las desapariciones forzadas han sido frecuentes en la historia moderna de América Latina, especialmente durante los años ’70 y ’80, una era marcada por las dictaduras de derecha y las guerras civiles. En México, las desapariciones han vuelto a emerger como un fenómeno nacional.
De acuerdo a una serie de trabajos de investigación publicada en 2008 por el semanario Proceso en la Ciudad de México, al menos 600 personas han desaparecido en todo el país desde 2006, fecha en la que el nuevo Presidente Calderón desplegó al ejército y la policía federal en una guerra contra el crimen organizado. Mientras que muchos son optimistas y creen que los esfuerzos del Presidente Calderón traerán beneficios a largo plazo, la campaña ha alterado la estabilidad social, haciendo a los funcionarios corruptos más vulnerables al escrutinio y produciendo un aumento tanto en los crímenes violentos como en la cantidad de desapariciones. En varios de los casos documentados sobre personas desaparecidas, Proceso encontró evidencias de la participación de funcionarios públicos.
Rincón era considerado uno de los reporteros más obstinados de la fuente de justicia. Un día antes de su desaparición, el periódico publicó un reportaje de dos páginas donde el reportero mencionaba narcotiendas regenteadas por traficantes. La publicación, que señalaba a varios sospechosos, incluía un mapa indicando los centros de distribución y una fotografía de una familia supuestamente vendiendo drogas. En su artículo sobre los cajeros automáticos, Rincón detallaba la ubicación de las guaridas de los delincuentes. “Era su clásica exclusiva”, señala Roberto Cuitláhuac, editor de justicia del periódico.
Pero no surgió ningún testigo y la única pista de los investigadores que se conoce públicamente (el descubrimiento de restos humanos en un rancho vecino) no condujo al hallazgo de Rincón.
Su novia de muchos años, Olivia Alaniz Cornelio, también reportera de otro diario de Villahermosa, reveló al CPJ que aunque Rincón estaba acostumbrado a recibir amenazas, una llamada un mes antes de su desaparición sí lo dejó alarmado. No mencionó los detalles, cuenta Alaniz, pero le advirtió que estuviera alerta.
Alaniz tiene dudas de que la desaparición de Rincón haya sido obra exclusiva de los narcotraficantes. “Es más común que los narcos manden un mensaje junto con sus víctimas”, señala y menciona que en alguna ocasión dejaron una cabeza decapitada en la escalinata de El Correo de Tabasco, un periódico con oficinas en Villahermosa. “Es imposible que el crimen organizado adquiera tanto poder aquí y haga sus negocios sin la ayuda de funcionarios corruptos. Alguien se dio a la tarea de silenciar a Rodolfo sin dejar rastro”.
Varios de los otros reporteros desaparecidos escribieron sobre posibles vínculos entre las autoridades locales y el crimen organizado. En 2005, a medida que el narcotráfico se extendía hacia los estados de la frontera norte de México, los editores de El Imparcial, un importante periódico de Hermosillo, en Sonora, contrataron a un joven reportero que había publicado artículos sobre el crimen organizado en el vecino estado de Coahuila.
Alfredo Jiménez Mota, ex boxeador de 110 kilos de peso, era agresivo y ambicioso, cuenta su padre también de nombre Alfredo Jiménez. En su trabajo, publicaba los nombres de narcotraficantes conocidos, sacando a la luz las operaciones de grupos criminales y nombrando a los funcionarios públicos que, según afirmaba, estaban relacionados con las bandas. Su editor, Jorge Morales, asegura que Jiménez se ganó muchos enemigos.
Jiménez irritó a funcionarios de la procuraduría general de justicia del estado, al asediarlos por investigaciones inconclusas, y provocó la ira del jefe de la policía cuando mencionó supuestos vínculos entre el cuerpo policíaco y narcotraficantes, según averiguó el CPJ. Morales señala que en repetidas ocasiones le insistió a Jiménez que no firmara sus reportajes por razones de seguridad, pero el reportero fue pertinaz hasta el punto de amenazar con demandar a El Imparcial si el periódico no le daba crédito por su trabajo.
En los días previos a su desaparición, Jiménez parecía preocupado y mencionó a varios colegas que sentía que alguien lo seguía, señala Morales. La noche del 2 de abril de 2005, el reportero postergó una cena con una compañera de trabajo para reunirse con un “informante nervioso”, apuntó el editor. Según sus padres, quienes recibieron información de las autoridades, Jiménez fue a un restaurante de hamburguesas para reunirse con el subdirector de la cárcel local, Andrés Montoya García. Montoya indicó a las autoridades que condujo a Jiménez hasta una tienda de autoservicio, dónde lo dejó alrededor de las 10:30 p.m.
Esa fue la última vez que alguien vio a Jiménez. El Imparcial señala que obtuvo los registros del teléfono celular del reportero, que muestran varias llamadas telefónicas efectuadas esa noche a los números de Montoya, a un subdelegado de la PGR de nombre Raúl Fernando Galván Rojas y a otra persona que el periódico no pudo rastrear.
Montoya y Galván fueron investigados y absueltos por las autoridades federales, aclara Morales. Ambos renunciaron poco después de la desaparición de Jiménez y han desaparecido de la vida pública. No fue posible localizar a ninguno de ellos para obtener sus comentarios sobre este informe. Funcionarios en la Unidad Antisecuestro de la PGR, grupo encargado del caso, no respondieron a repetidas solicitudes del CPJ para efectuar comentarios. Este caso es el único de los siete que ha sido directamente supervisado por la PGR en la Ciudad de México.
El caso dio un giro inesperado en junio, cuando el gobernador de Sonora, Eduardo Bours, hizo pública una carta que vinculaba a su gobierno con el caso de Jiménez. Supuestamente escrita por uno de los captores, la carta detalla el aparente secuestro, tortura y asesinato del reportero e implica a varios funcionarios locales así como al hermano del gobernador.
Bours negó con vehemencia cualquier participación en el caso e instó a una nueva investigación. Aunque Morales y el padre de Jiménez dudan de la credibilidad de la carta, sí creen que las autoridades de Sonora pueden haber actuado en connivencia con grupos locales del crimen para desaparecer al reportero. Jiménez escribía sobre el narcotráfico, apunta Morales, “pero todo conducía a las autoridades”.
Un analista experto en temas de seguridad señala que el aumento en las desapariciones pudiera simplemente reflejar un cambio en las tácticas de los grupos criminales. “El impacto del asesinato de un periodista es de duración corta”, afirma Raúl Fraga Juárez, periodista y experto en seguridad de la Universidad Iberoamericana. “Pero con la desaparición de un periodista, la incertidumbre ronda por siempre”.
Otros acusan más directamente a funcionarios locales. Samuel González Ruiz, ex fiscal federal de la PGR encargado de investigar crimen organizado y consejero de seguridad para las Naciones Unidas, cree que las desapariciones pueden reflejar la participación de las autoridades locales en actos criminales. “En México, hay casos en que no se puede distinguir entre las policías estatales y municipales y los delincuentes. Y para los periodistas es cada vez más riesgoso denunciar la situación”, señala. Aunque es difícil probarlo, reconoce, “no tengo la menor duda que en los casos de desapariciones de periodistas las policías estuvieron involucradas”.
Para su serie de artículos sobre el fenómeno general de desapariciones en México, la reportera de Proceso Gloria Leticia Díaz habló con varias personas que señalaron que sus seres queridos habían sido arrastrados por hombres uniformados, que según creen pertenecerían al ejército o a la policía. Los funcionarios del Ministerio Público respondieron que cualquier persona puede comprarse un uniforme.
Un mapa de los estados y las ciudades donde han desaparecido periodistas deja en evidencia pautas muy claras. Todos ellos trabajaban en estados que son corredores clave para el tráfico de cocaína, heroína y marihuana desde Colombia y México hacia los Estados Unidos. La violencia en Guerrero, Michoacán y Nuevo León, tres estados en los que han desaparecido periodistas, ha aumentado a medida que los poderosos grupos criminales (entre ellos los cárteles de Sinaloa y del Golfo), pelean por el territorio y toman represalias contra aquellos que se interponen en su camino, ya sean militares, policías o incluso médicos que atienden a sus adversarios heridos.
Hasta hace poco, Nuevo León y su rica capital, Monterrey, eran considerados lugares seguros. Pero a principios de 2007 se registró una escalada de violencia cuando bandas de narcotraficantes, incluyendo el brazo armado del cártel del Golfo, Los Zetas, empezaron a luchar por el control de Monterrey y la ruta hacia Texas. El surgimiento de grupos criminales bien financiados trae consigo un aumento en la corrupción a diferentes niveles de la sociedad, incluyendo el periodismo. En un informe de 2006, el CPJ citó a numerosas fuentes que señalaban que los periodistas han aceptado sobornos, o “chayote”, para dar un sesgo a sus trabajos periodísticos o hacer correr mensajes de los narcotraficantes en la prensa.
Cuando una ola de asesinatos al estilo ejecución golpeó a Monterrey, Gamaliel López Candanosa, corresponsal de TV Azteca, decidió entrar en acción. Muy pronto los reporteros de la fuente policíaca comenzaron a advertir que López, conocido en la ciudad como “Gama”, parecía llegar siempre primero a los lugares de los crímenes. En una entrevista de 2007 con Crucero, una publicación local en línea, López señaló que algunos reporteros celosos habían corrido el falso rumor de que estaba en complicidad con Los Zetas.
El 10 de mayo de 2007, López y el camarógrafo Gerardo Paredes Pérez habían terminado una nota sobre el nacimiento de gemelos siameses en el Hospital Universitario de Monterrey y tenían programado acudir a su próxima tarea informativa, un reportaje sobre niños víctimas de abuso. Después de concluir la nota en el hospital, nadie volvió a ver a los periodistas ni a su carro compacto Chevrolet, marcado con el logotipo de TV Azteca.
En noviembre de 2007, el Procurador de Nuevo León, Luis Carlos Treviño Berchelman, declaró ante diputados locales que López había desaparecido como resultado de sus nexos con el crimen organizado. Presionado por TV Azteca para que presentara evidencias que respaldaran su afirmación, Treviño se retractó y no ha vuelto a tocar el tema.
Un periodista local que habló a condición de permanecer en el anonimato, señaló al CPJ que en los meses previos a su desaparición López habría actuado como mensajero de Los Zetas, indicando a otros reporteros qué debían cubrir y qué ignorar. “Me dijo no te preocupes, si esa es buena gente y lo que quieren es trabajar a gusto”, abunda el periodista. “Me dijo que les hiciera caso”.
La gerencia de TV Azteca no regresó las repetidas llamadas del CPJ para conocer su opinión sobre este informe y la familia de López no pudo ser localizada para obtener sus comentarios. Paredes no trabajaba habitualmente con López y sus colegas creen que él no fue el objetivo.
En México, la desaparición de una persona es en general clasificada como un delito estatal. Típicamente, la policía local maneja las primeras investigaciones y luego el caso es trasladado a la unidad de personas desaparecidas del procurador general del estado. Al igual que en los homicidios, las desapariciones pueden ser atraídas por el gobierno federal bajo determinadas circunstancias: si la víctima es un funcionario público; si en el crimen se utilizaron armas de uso exclusivo del ejército, o si la desaparición está relacionada con el crimen organizado. Pero las investigaciones pueden naufragar (o lo que es peor, los delitos ser encubiertos) en las etapas iniciales, cuando la policía local está a cargo de llevarlas a cabo.
A principios de 2008, el Congreso aprobó varias medidas diseñadas para reformar el sistema de justicia penal. Se crearon programas de protección de testigos, se establecieron reglamentos para mejorar el reclutamiento y la capacitación de los oficiales de policía y se asignaron recursos para la compra de equipos forenses. “Estos son exactamente los cambios que necesitamos”, afirmó Macedonio Vázquez Castro, experto en derecho penal del Centro de Estudios de Política Criminal y Ciencias Penales en la Ciudad de México. Pero el sistema enfrenta aún muchas dificultades, entre ellas el miedo a la intimidación que los delincuentes provocan entre los ciudadanos y los funcionarios encargados del cumplimiento de la ley.
Vázquez señala que, inevitablemente, surgen conflictos de interés cuando la policía local investiga casos que involucran al crimen organizado. “La situación que enfrentan los funcionarios policíacos en la calle puede ser extremadamente desafiante”, subraya Vázquez. “Yo creo que si no hay resultados positivos, si claramente la investigación no lleva a ninguna parte, entonces hay un choque de intereses en algún lado. Es decir, ¿qué podemos esperar que hagan estas personas cuando hay delincuentes sueltos con las armas cargadas y listas para disparar? La corrupción puede ser el resultado de la avaricia… o de la supervivencia”.
El 8 de julio de 2006, Rafael Ortiz Martínez, reportero del diario Zócalo de la ciudad de Monclova, en el norteño estado de Coahuila, fue visto por última vez mientras salía de la redacción a la 1 de la mañana. Acababa de editar un material para el noticiero de radio que conducía. En algún lugar durante el recorrido de tres minutos en auto desde la oficina del periódico hasta su departamento, Ortiz y el vehículo de la empresa que tenía asignado, un Nissan Tsuru color rojo cereza, se desvanecieron.
Días más tarde, el gobernador de Coahuila, Humberto Moreira Valdés, anunció que había evidencia suficiente para creer que narcotraficantes habían secuestrado a Ortiz en represalia por su trabajo. Sin embargo, dos años después, un funcionario de la policía estatal en Monclova, hablando desde el anonimato ya que no se permite comentar sobre el estado de las investigaciones, señaló al CPJ: “No tenemos ninguna pista”.
Sergio Cisneros, editor de Zócalo en 2006, comentó que Ortiz no acostumbraba investigar el crimen organizado ni el tráfico de drogas. “Por política y cuestiones de seguridad, esos temas no se han tratado nunca en el periódico”, explicó Cisneros. Pero algunos periodistas de Monclova expresaron al CPJ que Ortiz había informado recientemente sobre un conflicto entre taxistas locales y Los Zetas.
En Ciudad Acuña (donde Ortiz trabajó como periodista de investigación para Radio Felicidad hasta seis meses antes de su desaparición), el reportero había informado sobre abusos laborales en las minas cercanas, describió redes locales de prostitución y mencionó los nombres de capos locales del narcotráfico, según Osiris Cantú, director del diario Zócalo de Acuña. Amigos del reportero, que prefirieron el anonimato por temor a represalias, señalaron que el periodista recibió innumerables amenazas de muerte, algunas relacionadas con sus críticas a un candidato a regidor local.
Al comienzo de la investigación, las autoridades catearon la casa de Ortiz, revisaron sus pertenencias e intentaron localizar su auto. Pero la investigación se paralizó. El funcionario de Monclova aseguró que familiares y colegas de Ortiz no mostraron disposición de cooperar con las investigaciones. El editor de noticias de Zócalo, Pedro Pérez, lo explica de otro modo: Entrevistado por la policía en una ocasión, dijo que se rehusó a ser interrogado de nuevo después de que los investigadores le indicaron que la policía había perdido los expedientes del caso.
El misterio también rodea el caso de Mauricio Estrada Zamora, reportero de la fuente policíaca del periódico La Opinión de Apatzingán, en el estado occidental de Michoacán. Desapareció el 12 de febrero de 2008, después de salir de las oficinas del periódico a las 10 de la noche para dirigirse de regreso a su casa. A la mañana siguiente su vehículo estacionado, con las puertas abiertas y el motor en marcha, fue hallado en el municipio vecino de Buena Vista Tomatlán. La computadora portátil y la cámara de Estrada habían desaparecido, así como también el estéreo de su auto.
La investigación pareció bien encaminada en el inicio. La unidad estatal antisecuestro de Michoacán consignó un helicóptero para que iniciara una búsqueda a Buena Vista Tomatlán. La policía local entrevistó a los familiares de Estrada, incluyendo a su esposa y hermano. Hablaron con cinco integrantes del plantel del periódico que estaban trabajando cuando Estrada salió de las oficinas. “Nos preguntaban si Estrada había recibido alguna amenaza y sobre los últimos artículos que publicó”, afirma María de la Luz Uyuela Granado, jefa de redacción del periódico.
Poco después, de acuerdo a entrevistas del CPJ con los editores de La Opinión de Apatzingán, los familiares de Estrada se enteraron que el reportero había tenido un reciente desacuerdo con un funcionario de la Agencia Federal de Investigaciones (AFI), sujeto al que apodan “El Diablo”. La investigación, para entonces en manos de la delegación estatal de la PGR, se hizo cada vez más lenta hasta que eventualmente se estancó, señalaron los editores.
Sara Salas, vocera de la PGR, afirmó que los investigadores no pudieron identificar a un agente de la AFI conocido como “El Diablo” ni establecer conexión alguna entre la desaparición de Estrada y el policía federal. Descartaron cualquier nexo con grupos criminales, agregó, antes de regresar el caso a la policía local.
En varios casos, los familiares de las víctimas han buscado investigar por ellos mismos, trabajando con grupos civiles y organizando a sus amigos para distribuir volantes. “Las familias se sienten solas y aisladas de las autoridades. Casi siempre hay poco contacto entre ellos”, señala Alma Díaz Coordinadora de la Asociación Esperanza, un grupo ubicado en el norteño estado de Baja California que ayuda a los familiares de desaparecidos, incluidos los de Alfredo Jiménez Mota. “El mensaje que reciben las familias es: no hay cuerpo, no hay delito”, abunda Díaz, que alienta a los familiares a no quedarse callados. “No pueden dejarse abrumar por el temor”.
En el estado centro occidental de Michoacán, Rosa Isela Caballero, esposa del desaparecido periodista José Antonio García Apac, está presionando a las autoridades para que escalen sus investigaciones. García, fundador y editor del semanario Ecos de la Cuenca de Tepalcatepec, se detuvo camino a casa para llamar a su familia en Morelia alrededor de las 8 de la noche del 20 de noviembre de 2006. Preguntó si necesitaban algo de la tienda en casa. Mientras hablaba por teléfono con su hijo, se escuchó a García responder a unos sujetos que le pedían que se identificara y le ordenaban que colgara. Se escucharon sonidos de que se llevaban a rastras a García antes de que se cortara la comunicación.
García escribía regularmente sobre el crimen organizado en Michoacán, donde la violencia relacionada con las drogas se ha disparado en años recientes. Semanas antes de su desaparición, Ecos de la Cuenca publicó artículos sobre la violencia entre los cárteles y la colusión entre policías locales y sicarios a la órdenes de los traficantes de drogas.
Entrevistada por el CPJ, Isela, madre de los seis hijos de García, indicó que había realizado innumerables viajes a la oficina del procurador general en busca de respuestas. Preguntó, por ejemplo, si era posible rastrear las llamadas del celular de García, que estaba usando cuando aparentemente fue levantado. La vocera del procurador, Sara Salas, señaló que los registros telefónicos no arrojaron ninguna pista.
Sylvia Martínez, abogada de la familia García, también pidió saber si las autoridades investigaron una lista que García había compilado con nombres de funcionarios de Michoacán que se pensaba tenían nexos con el crimen organizado. Isela señaló que su esposo llevó dicha lista a la unidad federal contra el crimen organizado en la Ciudad de México en mayo de 2006 para corroborar su información, acto que otros reporteros de Michoacán consideraron muy riesgoso, tomando en cuenta el alto nivel de corrupción al interior de las dependencias encargadas de la procuración de justicia en México.
Isela afirma que las autoridades estatales de Michoacán le dijeron que esa línea de investigación no se estaba indagando, porque no había registro alguno de la visita de García a la oficina contra el crimen organizado. Según Salas, las autoridades federales no comentaron si ese indicio se estaba investigando. Con base en otra información no especificada, indicó, las autoridades concluyeron que el caso de García no estaba conectado con el crimen organizado.
Las autoridades estatales de Michoacán informaron a Isela en julio que el caso de García se había archivado. “No quiero que se olviden del caso”, dice Isela. “Más que nada, lo que quiero saber es si está muerto o vivo”.
Isela continúa publicando Ecos de la Cuenca cuando puede, aunque ahora sólo publica noticias del gobierno local. Ya no produce reportajes sobre crimen organizado ni otros temas que puedan generar controversia. “Sólo mi esposo podía hacer ese tipo de trabajos”, explicó. Su meta es mantener vivo el periódico en memoria de su esposo. En la esquina superior derecha de la edición aparece una foto en blanco y negro de García, con una nota a pie de página demandando a las autoridades que resuelvan el crimen. “Esto es lo que a él le hubiera gustado que hiciera”, apuntó Isela. Vive con unos 100 dólares al mes del periódico, el apoyo de sus tres hijos mayores y recursos que le otorga la Fundación Rory Peck, una organización internacional radicada en el Reino Unido que defiende la libertad de prensa.
Isela se recupera poco a poco. Después de padecer insomnio durante mucho tiempo, ahora duerme toda la noche. Está recuperando el peso que perdió y está comenzando a correr nuevamente, algo que solían hacer juntos con García. También está rodeada de cinco hijos con los que comparte una pequeña casa en las afueras de Morelia, capital de Michoacán. “Ellos son mi apoyo y me han ayudado a salir adelante”, afirma Isela. Uno de sus deseos es tener algún lugar especial en memoria de su esposo. Visita a menudo la tumba de su suegra e imagina que García también está enterrado allí.
En los otros casos de desapariciones, los colegas están conmocionados. En Tabasco Hoy, donde trabajaba Rodolfo Rincón Taracena, el personal del periódico ha realizado ajustes. En una tarde reciente, Cuitláhuac, editor de la fuente de justicia, se sentó en la silla que alguna vez ocupó Rincón. Él y su grupo de cuatro reporteros coincidieron en que las investigaciones de Rincón eran peligrosas, aunque admitieron que tomaba precauciones. Variaba sus rutinas, no tomaba taxis en la calle y utilizaba el automóvil de la empresa siempre que fuera posible. Hoy, los cuatro reporteros adoptan idénticas medidas de prevención, pero no siguen los pasos de las investigaciones de Rincón.
Ya de por sí es bastante inseguro, afirma Manuel Antonio Ascencio, estar sólo en un carro y manejando en una calle secundaria. Ascencio se rehúsa a acrecentar los riesgos por asumir un trabajo de investigación. Su compañero José Ángel Cintro Domínguez admite que alguna vez le gustó la fuente de justicia porque lo situaba “en medio de la acción”. Pero ahora se queda atrás y observa cómo las actividades del crimen organizado en Tabasco no ven la luz en los medios. “Supuestamente el gobierno está combatiendo todo esto y se supone que debemos cubrirlo”, afirma Cintro. “¿O debemos simplemente dejar todo y no informar nada?”
Cuitláhuac se anima a dar una respuesta: “Ese es exactamente el efecto psicológico que los delincuentes quieren”.
Monica Campbell es periodista freelance y consultora del CPJ radicada en la Ciudad de México. María Salazar es la investigadora senior del programa de las Américas del CPJ.