Moments before arrest in Cuba

José Luis García Paneque, center, at a news conference in Madrid in July, with other freed Cuban journalists. (Reuters/Andrea Comas)

José Luis García Paneque, center, at a news conference in Madrid in July, with other freed Cuban journalists. (Reuters/Andrea Comas)

On March 18, 2003, I got up early as usual, connected my shortwave radio receiver, and tuned into a number of radio stations in the south of Florida in search of the day’s most important news. As always, the radio interference was brutal and made it hard to hear. Still, I had to make the effort to obtain even a minimum amount of information that, as an independent journalist, would permit me to counter the official news provided by the regime through our small news agency, Agencia Libertad. 

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Around 8 a.m., I received an anonymous call warning me that I would be detained in the coming hours and giving no further details. Being accustomed to harassment, threats, and rumors, I didn’t consider the warning important, and I continued with my daily routine.

Later on, my wife and I started out to a friend’s house to pick up a liter of milk that she had offered to give us for the children. We had taken our old but ever faithful Jawa motorcycle. When we rounded the first corner, we realized we had company. Another motorcycle, the type used by state security officials, was indiscreetly following us. On the way back, we noticed that our house was also being watched.

With no one to complain to about the surveillance, I saw no other alternative than to continue with my daily routine. I got in touch with some friends and even arranged to do a program later on for Miami-based Radio Martí. Around 5 p.m., some of the agency’s reporters showed up for an English course taught by a professor friend of mine, part of our professional development. Minutes later, a number of state security officials banged on my door with a folded up search warrant that was never turned over to me. I calmly asked them to allow my colleagues and the professor to leave. They agreed to my request, making it clear that I was their sole objective.

The officials began a meticulous search of my entire house, giving special attention to each paper they found, as my wife, my four young children, and I looked on in amazement. When they reached the library, they pulled books randomly from the shelves and dumped them into cardboard boxes, even a most inoffensive geography atlas belonging to my eldest daughter. In the end, in addition to the books, they confiscated a fax machine, a typewriter, a short wave radio receiver, and a small recorder.

At around 11 p.m., after the search had lasted six hours, they let me know that I was under arrest. Without further explanation, I was taken to the Department of Provincial Police in Las Tunas province and locked up in a dark, dank cell. That was to be the first night of seven years and four months spent in nine different prisons in five different Cuban provinces. While I was in prison, my wife and children left the island for the United States, overburdened and terrorized by their persecution and mistreatment at the hands of the Cuban government.

On July 12, I was deported to Spain following an agreement between the Catholic Church and the Cuban regime and supported by the Spanish government. Today, after three months in exile, I write this story while trying to rebuild my life, reunify my family, divided between two continents, and continue my struggle in the new setting in which I’ve been placed.

(Translated by Karen Phillips)

This entry is part of an ongoing series of first-person stories by Cuban journalists who were imprisoned in a massive roundup of dissidents that has become known as the Black Spring of 2003. All of the reporters and editors were convicted in one-day trials, accused of acting against the “integrity and sovereignty of the state” or of collaborating with foreign media for the purpose of “destabilizing the country.”

Momentos previos al arresto en Cuba

Por José Luis García Paneque

Como de costumbre, el 18 de marzo de 2003 me levanté muy temprano, conecté el radio receptor de onda corta que tenía y sintonicé varias emisoras del sur de La Florida en busca de las noticias más importantes. Como siempre, la interferencia radioelectrónica era brutal y me impedía la adecuada audición. Pero, tenía que hacer el esfuerzo para tener un nivel mínimo de información que me permitiera compararla con los datos brindados por los medios oficialistas del régimen y así ejercer el oficio de periodista alternativo desde nuestra pequeña agencia de noticias Agencia Libertad.

Alrededor de las 8.00 a.m. una voz anónima me advirtió en el teléfono que sería detenido en las próximas horas, sin dar más detalles. Como estaba habituado al acoso, las amenazas y los rumores, no lo consideré importante, y seguí con mi rutina diaria. 

Más tarde, salí con mi esposa rumbo la casa de una amiga a buscar un litro de leche que ésta nos iba a regalar para los niños. Íbamos en nuestra vieja -pero siempre fiel- moto Jawa. Al girar en la primera esquina, nos dimos cuenta que traíamos “compañía”. Otra moto, de esas que usan los oficiales de la seguridad del Estado, nos seguía sin mucha discreción. Al regreso, nos percatamos que nuestra casa también estaba vigilada.

Sin otra alternativa, sin nadie a quién reclamar por el seguimiento que padecía, decidí continuar con mi rutina diaria. Me comuniqué con amigos e incluso concerté hacer un programa más tarde para Radio Martí. Alrededor de las 5.00 p.m., llegaron algunos reporteros de la agencia para participar de un curso de inglés que nos impartía una profesora amiga, como parte de nuestra formación como periodistas. Pocos minutos después, varios oficiales de la seguridad del Estado golpearon a mi puerta con una orden de registro que me mostraron doblada, pero que nunca llegaron a entregármela. Con mucha calma, les pedí que permitieran que mis colegas y la profesora se marcharan. Accedieron a mi pedido, y con ello dejaron en claro que yo era el único objetivo.

Comenzaron un minucioso registro en toda la casa, en el que ponían mucho énfasis en cada papel que encontraban, ante la mirada atónita mía, de mi esposa y de mis cuatro hijos pequeños. Al llegar a la biblioteca, sacaron los libros al azar y los colocaron en forma desordenada en cajas de cartón, incluyendo un más inofensivo atlas de geografía de mi hija mayor. Al final, además de los libros, incautaron un teléfono fax, una máquina de escribir, un radio receptor de onda corta y una pequeña grabadora.

Luego de seis horas de registro, alrededor de las 11 p.m. me comunicaron que estaba detenido. Sin más explicaciones, me trasladaron a la Unidad Provincial de Instrucción Policial en la provincia de Las Tunas. Me encerraron en un oscuro y húmedo calabozo. Aquella, fue la primera noche de 7 años y 4 meses en nueve prisiones diferentes de cinco provincias diferentes de Cuba. Mientras estaba en prisión, mi esposa y mis hijos salieron de la isla con rumbo a Estados Unidos, agobiados y aterrados por la persecución y el maltrato del gobierno cubano.

El 12 de julio pasado, a mí me deportaron a España, luego de un acuerdo entre la Iglesia Católica y el régimen cubano, con el acompañamiento del gobierno español. Hoy, después de 3 meses de exilio, escribo esta historia mientras intento rehacer mi vida, reunificar mi familia dividida en dos continentes, y continuar mi lucha en el nuevo escenario que me han impuesto. 

Este artículo es parte de una serie de historias escritas en primera persona por periodistas cubanos que fueron arrestados en una redada masiva contra disidentes conocida como la Primavera Negra de 2003. Todos los reporteros y editores fueron condenados en juicios de un día de duración, acusados de actuar contra la “integridad y la soberanía del estado”, o de colaborar con medios extranjeros con el propósito de “desestabilizar el país”. 

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