I was born beneath the yoke of a tyranny, now more than 50 years old, in which prison is the only destination for its deterrents. I first came across this destination in 1997, when I was sentenced to five years in prison for the alleged crime of committing an outrage “against state security.” In Cuba, besides being a journalist, I was the coordinator of the Cuban Youth for Democracy Movement, an organization that defends the many truncated rights within higher learning institutions, such as a university’s autonomy. The answer to our demands? Prison.
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I spent four years, seven months, and 27 days in total isolation from the world, in addition to the sad record of 43 sutures on my body, resulting from the beast-like nature of my jailers.
Later, in 2003, one of many miserable springs took place. The Castro regime put 75 opposition members, librarians, and independent journalists behind bars. I was among them. Immediately after a summary trial, a judge sentenced me to life in prison. The funniest thing was that, on the same day, one minute before that (farcical) court hearing began, I met my state-appointed defense attorney for the first time.
I was sent to Kilo 8, a prison nicknamed “I lost the key” after the never-ending detentions endured by the highly dangerous prisoners housed there. Before long I learned that hope is what’s really lost there.
We journalists and other prisoners of conscience were put with highly dangerous criminals–murderers, drug traffickers–and there were even informers to keep an eye on us. We were surrounded by well-nourished colonies of mosquitoes, cockroaches, and rodents. They kept us on a diet devoid of proteins and calories. There was no governmental entity to turn to when confronted with the horror of that place; neither the International Red Cross nor the High Commissioner for Human Rights have access.
I sewed my mouth shut, literally, as an act of shame and honor at the same time.
Behind bars, I also saw the spring of 2008 grow dark. On March 12, I received the devastating news that a traffic accident had taken my daughter’s life. She was barely 15. Her name was Llanet. Since I was locked up, it had been difficult to be in contact with her and the rest of my family. I was only allowed three visits a year. The prison authorities seized my correspondence, and transferred me to different prisons across the island, like a tourist of the Castros’ hells, always far from where my family lived.
In one of these detention centers, I shared my confinement with Orlando Zapata Tamayo, the leader of political dissidence in Cuba. When we saw each other for the first time, we dissolved in a sincere embrace, one that transmitted not only yearning, but also misery.
Last February, his death left me with an eternal sadness, and reminded the world of those Cubans that deny that prison is the only destination.
Para disidentes cubanos, la prisión es el único destino
Por Juan Carlos Herrera Acosta
Nací bajo el yugo de una tiranía, que ya es cincuentenaria y que tiene al encierro como único destino para quien intente desafiarla. Yo me topé con ese destino por primera vez en 1997, cuando me condenaron a cinco años de prisión por el supuesto delito de atentar “contra la seguridad del estado”. Además de periodista, en Cuba yo era coordinador del Movimiento Cubano de Jóvenes por la Democracia, una organización que defiende muchos derechos cercenados dentro de las casas de altos estudios, como la autonomía universitaria. ¿Las respuestas a nuestros reclamos?: la cárcel.
Fueron 4 años, 7 meses y 27 días en total aislamiento, además del triste record de 43 puntos de sutura en mi cuerpo fruto de la bestialidad de los carceleros.
Más tarde, en 2003, llegó una de otras tantas tristes primaveras. El régimen de los Castro llevó tras las rejas a 75 opositores políticos, bibliotecarios y periodistas independientes. Entre ellos, yo. Luego de un juicio sumarísimo, un juez me impuso cadena perpetua. Lo más curioso fue que ese mismo día, un minuto antes de comenzar la (farsa) instancia judicial, conocí a mi abogado defensor, proporcionado por el estado.
Me enviaron a Kilo 8, una prisión conocida con el sobrenombre “Se me perdió la llave” por el encierro interminable que padecen los presos de extrema peligrosidad que allí se alojan. Poco tiempo después entendí que lo que se pierde en realidad es la esperanza.
Periodistas y demás prisioneros de conciencia fuimos confinados con reos de alta peligrosidad -asesinos, narcotraficantes- y hasta chivatos para que informen acerca de nuestros pasos. Nos rodearon de nutridas colonias de mosquitos, cucarachas, roedores. Nos mantuvieron bajo una dieta donde las proteínas y las calorías no formaban parte de los ingredientes. No había una entidad gubernamental a la cual acudir frente a tanto horror que se produce allí adonde ni la Cruz Roja Internacional, ni el Alto Comisionado para los Derechos Humanos tienen acceso.
Me cosí la boca, literalmente, como un acto de vergüenza y honor al mismo tiempo.
Tras las rejas, vi también oscurecerse a la primavera de 2008. El 12 de marzo me llegó la devastadora noticia de que un accidente de tránsito se llevó la vida de mi hija. Tenía apenas 15 años. Se llamaba Llanet. Desde que me encerraron me fue difícil estar en contacto tanto con ella como con el resto de mi familia. Solo tenía permitidas tres visitas al año. Las autoridades de la prisión decomisaban mi correspondencia, y me trasladaban a diferentes prisiones a lo largo de la isla, como un turista de los infiernos de los Castro, siempre lejos del lugar de residencia de mi familia.
En uno de esos centros de detención compartí el encierro Orlando Zapata Tamayo, líder de la disidencia política en Cuba. Cuando nos vimos por primera vez, nos fundimos en un abrazo sincero, de aquellos que no sólo comparte los anhelos sino también las desdichas.
En febrero pasado su muerte imprimió una lágrima eterna en mí, y recordó al mundo sobre aquellos cubanos que le rehúyen a la cárcel como único destino.